LA SINFONÍA DE LOS ELEMENTOS EN LA OBRA DE KAMEL ILIÁN


Dijo Ciorán que “la música es el refugio de las almas ulceradas por la dicha”. Podríamos afirmar que el aserto del filósofo es extensible a la pintura: Música y pintura son expresiones constituidas por materiales que rebasan las fronteras de la lengua y se inscriben en lugares de la sensibilidad cuyos códigos (si existen) podrían pensarse incluso como henchidos por disolución. Sobre todo cuando hablamos de pintura pura, de obras en las que el compromiso con la figuración ha sido soslayado para ir tras otro, material, pactado entre el cuerpo del pintor y el cuerpo de la obra (o la obra como cuerpo). Y hablamos de la materia como una totalidad en devenir, cuyos límites se amplían más allá de las dimensiones del cuadro: materia del cuadro como confluencia, cuadro como espacio liminar entre el aquí y ahora y la Eternidad. La pintura es al mismo tiempo habitáculo del pintor y umbral desde el que intuye el infinito. Así, como el músico, el pintor experimenta el mundo en perspectiva de eternidad. La pintura orquesta una sinfonía con todos los elementos.
Desde sus comienzos, la obra de Kamel Ilián dio cuenta de eso que Le Clezio llamó el “éxtasis material”: Ya en sus primeras pinturas (en las que observamos la presencia de personajes y de cosas) resplandece lo que estallará después: La creación de atmósferas desde una Estética de lo Sublime. Con independencia de los materiales que utilice, el artista pareciera estar siempre bajo el influjo extático de los cuatro elementos naturales (o de los cinco, si consideramos el éter comprendido antaño como la sustancia propia del mundo supralunar) o de los múltiples elementos creados o intervenidos por el hombre en la época actual. Es como si el cuerpo del pintor se hincara ante la inmensidad de la materia y la tocara solo con la intención de venerarla. En sus pinturas están presentes múltiples paisajes. Pero, ¿qué forma el paisaje? Es frente a esta pregunta que se impone la necesidad de experimentar con todo tipo de materias, pues si lográsemos rasgar lo sublime, si consiguiéramos fragmentar el mundo que se nos presenta a la vista, nos encontraríamos con lo inmenso en estado permanente de regresión a lo molecular. Por eso las pinturas de Ilián están pobladas de capas, estratos que esconden historias; huellas, marcas, surcos y hendiduras que no obstante fulguran, se insinúan, como diciéndonos que en cada cuerpo y en cada espacio (aunque el cuerpo es espacio) está escrita la historia entera de la materia.
¿Y qué puebla nuestros paisajes? ¿Qué late bajo nuestro cielo? ¿Qué llevan nuestros ríos? La vida: Lo puro y lo impuro, los flujos de la voluptuosidad y también la sangre de la muerte. Los ríos arrastran líquidos mezclados de selva y de sabana, de costa y de páramo, también de carne humana: lacerada, quemada, despedazada. ¿Y qué hay en nuestros cuerpos? ¿Qué nos recorre? En nuestra sangre navegan pedazos de milenarias hordas aún vivas, animales de otros tiempos se retuercen en nuestras venas. Las noches de las tribus y su olor a tierra fresca fueron tal vez un pliegue pretérito de estos cuerpos nuestros. Paisaje y cuerpo-cuadro y pintor-cuadro y contempladores, estamos hechos de eso que la sinfonía elemental expresa: El latido de todos los elementos en armonía o en convulsión. Estamos compuestos por elementos de antes y de ahora, que el pintor re-crea en policromías, en monocromías o en negro (esa otra forma de lo múltiple). Todo late, todo vibra, todo se mueve, todo fluye, todo canta. La obra de Ilián es un eco de ese canto.


Elena Acosta.
Mg. Estética, Universidad Nacional de Colombia

Profesora de Posgrado UTP y de la Facultad de Artes y Humanidades, ITM.